Y es tan largo el olvido...


Cuando ella menos lo esperaba, estaba pensando en él. Estaba con otro que no se le parecía en lo más mínimo; es más, él ni siquiera tiene ojos parecidos a los suyos. Pero en su forma de mirarla, era él. Y pensó:

"¿Te acordás de nuestros primeros días juntos? Casi por casualidad, como si el destino hubiera obrado en contra -o a favor- nuestro, empezamos a vernos todos los días. No nos conocíamos ni sabíamos que existíamos. Yo tenía mi pinta medio informal de siempre, con jean y musculosa. Vos estabas de traje, con tus medias y tus zapatos que nunca aprendiste a combinar. Habías llamado mi atención, pero no me di cuenta de eso hasta varias semanas después, cuando caí en la cuenta que, desde ese momento, no pasó un día en que no me fijara si estabas sentado cerca de la ventana, o no; si tenías el mismo peinado o si te habías hecho la raya al medio; si te ponías camisa lila, celeste o verde.
Un lunes intercambiamos un saludo. Al día siguiente, 10 palabras. Un poquito después ya manteníamos charlas eternas en un microuniverso que habíamos creado los dos, sólo para nosotros. Algunos nos miraban, otros comentaban y la mayoría se preguntaba sobre qué hablábamos durante tanto tiempo, todos los días. Lo único que yo atinaba a responder era "sobre la vida", mientras vos sonreías.

Cuando tu mano rozaba la mía sin querer o cuando me abrazabas pidiéndome perdón, la piel se me erizaba y por un segundo, mi corazón dejaba de latir. Eran esos momentos que yo quería congelar y guardar para siempre conmigo, para que se repitieran cuantas veces yo quisiera.

Desde la primera vez que nos besamos, mi imaginación no paró de funcionar. Las postales que creó fueron miles. Todas tenían tres denominadores comunes, que formaban uno solo: vos, yo y una gran felicidad. Pero las escenas que realmente existieron no se parecieron en nada a las que solía imaginar.
Te fuiste sin decir adiós. Te fuiste sin decir por qué. Te fuiste sin siquiera desaparecer. Por eso desaparecí yo, sin decir adiós ni por qué. Pensaba que era la solución. La pócima mágica de una hada madrina que me garantizaría la felicidad eterna. Una felicidad eterna sin vos. Pero irme no sirvió de nada. Tu sonrisa, tu perfume, la suavidad de tus manos, tu traje, tus zapatos y tus medias de distinto color siguen allí. Siguen aquí".

Más abajo


Ayer me subí (o mejor dicho, bajé) por primera vez a un subte. Primer pensamiento: qué calor, por Dios. Se notaba que había descendido de la superficie terrestre y que estaba un poquito más cerca del infierno, porque parecía que todo el mundo se quemaba ahí adentro.
Este tren que nos rasca la planta de los pies resultó ser un bicho bastante impersonal. En realidad aún no logré descubrir si el bicho es impersonal o si las personas son tan individualistas que ni se miran la cara cuando suben y bajan las escaleras, ni mientras viajan.
Lo positivo es que descubrí para qué fueron inventados los reproductores de MP3, los celulares con MP3 y los Ipod: para viajar en subte!!! El ruidito que hace la cosa esta al recorrer las vías es tan escalofriante, que no hay nada mejor que una buena música para evitarlo.
Por ser mi primera vez, elegí un asiento que estaba casi al final del vagón, por lo que podía ver lo que ocurría en el que seguía. Horror. Espanto. Una telita gris (según mi ignorancia) unía uno con otro, y cada dos por tres parecía que se iban a separar. Yo sé que no es habitual leer en los diarios que hubo un accidente en el subte, pero siempre hay una primera vez para todo!
Primera estación. Segunda estación. Tercera estación. Cuarta y bajada. En menos de 10 minutos llegué a un destino que, de acuerdo con la Guía T, quedaba por lo menos a un mapita de distancia.
Qué buenos son los subtes, no?
Entre el calor, la telita gris, los MP3 y las paradas, ni me acordé de él.

Si Buenos Aires no fuera así...


Primera impresión: desorden. Primer sentimiento: pánico. Ahí estaba yo, en la puerta de la estación de ómnibus de Retiro, sintiéndome una pajuerana más, en medio de los miles que llegan a diario a Buenos Aires.
En el momento en que me asomé a la calle, la ciudad perdió ese encanto imaginario que siempre había tenido en mi mente. Hasta el lunes, yo era Faivel (el ratoncito que quería conocer "América") y estaba convencida de que un mundo maravilloso me esperaba afuera de la terminal. Sin embargo, los primeros pasos parecían indicar que iba a suceder lo contrario.
Después de instalarme en el dpto de una amiga, empecé a recorrer la ciudad con mi amada Guía T en el bolso (agradezco a Mr T o a quien la haya creado haberme permitido conocer Buenos Aires gracias a su idea). Un par de cuadras más tarde me di cuenta de que no era un lugar tan espeluznante como me había parecido al principio. Eso sí, tampoco era el país de las maravillas que imaginaba.
Muchos autos, bocinas, ruido, ómnibus, más autos, no tantas motos, gente, gente y más gente. Dos horas de caminata eran suficientes para el primer día, así que volví al dpto y me acosté a dormir.

Lo mejor es que entre tanta cosa nueva, ni siquiera te pensé.