Radiografía de una sala de espera



Juana llegó, dejó su orden y se sentó. "Falta media hora para que me atiendan. ¿Qué voy a hacer?", se preguntó. La revista más nueva que estaba a su disposición presentaba como tema principal de tapa el primer embarazo de Juanita Viale, la nieta de Mirtha Legrand. "Un ejemplar demasiado viejo", pensó. En la televisión se sucedían las imágenes de un culebrón mexicano. "El pobre se enamora de la rica y cuando se están por casar, uno se muere", predijo Juana, y desvió la mirada hacia el lado opuesto. El dolor de rodillas le impedía esperar de pie a que la llamaran para hacerle una radiografía, por lo que eligió la silla más cercana para reposar.
La sala de espera estaba repleta de pacientes de todo tipo de tamaño, edad y nivel de impaciencia. En la silla del frente había una mujer - "de unos 30 y pico", adivinó Juana- que había dejado sus muletas en la mesita que estaba junto a ella. En su regazo estaba un niño de unos tres años - "camina solito y habla bastante bien"- que gritaba cada vez que se acercaba su papá. "Papá, maaamoooo", repetía cuando el hombre, vestido con un mameluco gris, se detenía frente a ellos después de dar cortas caminatas por los pasillos.


Al lado de esta familia, una señora, que llegó sola al consultorio, escrutaba con la mirada a todas las personas a su alrededor, buscando un cómplice a quien contarle los chismes que había logrado recoger en los 10 minutos que llevaba sentada en ese lugar. "A él le dijeron que iba a tener que esperar una hora y miralo, ya pasaron casi dos y sigue ahí el pobre. Decía que tenía que ir a trabajar, que no podía esperar más, pero yo no le creo nada. Miralo ahí de tranquilo; seguro ya le mintió algo al jefe", le comentó a Juana. Y ella volvió a correr la mirada.


En la hilera de sillas de la derecha, una mujer había estado meciendo a su hijo -"de más de un año, por lo grandecito que está"- durante todo el rato que llevaba Juana en la sala de espera. Le llamó la atención la paciencia de la madre para hacerlo dormir al nene, que no se cansaba de emitir sonidos que pretendían ser palabras. Esa imagen la entretuvo un buen rato, hasta que el pequeño cerró los ojos. Entonces, la madre sacó un arma muy poderosa de la cartera: un hisopo. Con todo el amor maternal, la mujer humedeció la puntita de algodón con su lengua y le limpió la oreja al nene. Hizo lo mismo con la otra puntita de algodón y con la otra oreja. "Suerte que no tengo hijos", pensó Juana aliviada, y con un poco de asco.


Llevaba ya 45 minutos en la misma silla. La impaciencia le ganó, y decidió ponerse de pie y acercarse a la puerta del consultorio, como invitándolo al médico a que saliera y dijera su nombre. "López; Manuel López", dijo una voz cuando se abrió la puerta. Decepcionada, Juana volvió a sentarse, pero esta vez, en otra silla, que estaba al lado del escritorio de la secretaria.


La mujer chismosa se acercaba una y otra vez a preguntar "cuánto faltará para que me atienda el dotor. Porque yo soy licenciada, vio? Y no puedo esperar tanto. Tengo cosas que hacer", explicaba. "El doctor está atrasadito, pero espere un momentito. Hay dos fichitas y de ahí pasa usted", respondía la secretaria una y otra vez, sin que el rubor casi fucsia y la pintura de labios roja dejaran de resaltar en su rostro.


Una de esas fichitas era -"afortunadamente"- la de Juana. Pasó, en menos de 10 minutos le hicieron la radiografía, y salió. "Por fin, la función de circo de más de una hora, terminó".