Todos iguales


"Son todos iguales", repetimos nosotras sin cansarnos, una y otra vez, después de un nuevo romance frustrado. Es nuestra frase de cabecera; la muletilla infalible; el pretexto con el que justificamos otra relación fallida.
"Son todos iguales" es nuestro escudo; el lema del CFMD (Club Femenino de las Mujeres Despechadas); sería la contraseña de una logia secreta de la que todas desearíamos no formar parte; el estado de Facebook más repetido en el mundo; el twitt con más favs del planeta.
Sin ánimo de que me desafilien del CFMD, hoy me atrevo a afirmar que no es que no hayan hombres diferentes. Es que esos "todos" que "son iguales" son los que yo elijo: siguen un patrón; tienen puntos en común; guardan más similitudes que diferencias. Así que si "Son todos iguales" es por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa.


Nota de la Autora: No se aflijan. Ya voy a aprender a elegir.

Anillo en bandeja



Siempre imaginé que las proposiciones matrimoniales debían ocurrir en situaciones medio hollywoodenses. Bajo las estrellas durante un picnic nocturno en la cima de una montaña; o con la aparición inesperada de un anillo en tu cepillo de dientes cuando te levantás; o con el aterrizaje de un parapentista en el fondo de tu casa con la leyenda "te casarías conmigo?" pintada en la lona que lo sostiene. 
Así como las imaginé, también supuse que mi imaginación era un poco generosa de más con la realidad.  Supuse que los hombres nunca podían ser tan románticos -o cursis- como para pergeñar un plan semejante para decirle a sus novias que quieren pasar el resto de su vida con ella... Hasta que llegó el día de hoy.
Transcurría un tranquilo y ameno almuerzo en un bar céntrico, cuando mi amiga cabeceó en dirección al mozo. "Viste eso?", me preguntó medio en secreto. Yo negué con la cabeza, medio sorprendida. "¿Le habrá gustado el mozo?", me pregunté a mí misma. Y antes de que ampliar mi pensamiento, una cajita roja que se abría sobre la mesa de al lado me respondió todo: el mozo llevaba en su bandeja un anillo de compromiso que -supongo- el novio le había entregado antes de que llegara su futura esposa. La sortija llegó junto con dos copas de champagne. Puse en práctica mi técnica de lectura de labios, y deduje que de la enorme sonrisa que adornaba su rostro, él le decía: "¿Querés casarte conmigo?", y ella, estirando el dedo anular, aceptaba la propuesta asintiendo con la cabeza. Era una de esas escenas de película protagonizada por Matthew McConaughey que nunca hubiera querido presenciar en vivo y en directo.
Hoy empecé a creer en el amor de película. En ese amor hollywoodense que había descartado. En ese amor incondicional que, evidentemente, existe. En ese delirio de amor que te lleva a querer pasar tu vida junto a alguien. 
Hoy empecé a creer en el amor. Espero algún día encontrarlo.