Chau, histéricos




¿Te gusto? Vos a mí, sí. Y ya te lo dije. Pero vos, en lugar de responder con un "yo también", o con un "vos a mí, no", vas y venís con tus mensajes poco claros, histéricos, insoportables.
Si no te intereso, no me mandés mensajes. No me deseés que tenga "un lindo día" de la nada. No me invités a tu casa. No te hagás el amigo, si nunca lo fuimos.
No me digas "hermosa" ni me hables de besos que nunca me vas a dar. No me invites a un viaje si no vamos a caminar de la mano.
Decime que te gusto. Invitame a salir. Dame un beso. Llamame por teléfono.
Así nos vamos a entender mejor.

Del mensaje al Whatsapp


virtual.
(Del lat. virtus, fuerza, virtud).

3. adj. Fís. Que tiene existencia aparente y no real.


real1.
(Del lat. res, rei).

1. adj. Que tiene existencia verdadera y efectiva


A ver si, después de esta brevísima introducción, nos (me) ponemos (pongo) de acuerdo: me saludó por el chat de Facebook. Es verdad, es poco frecuente que lo haga. Hace unos meses, además, me mandó un mensaje de texto.

Después descubrió que yo tenía whatsapp, y me lo comunicó por ese medio. Su mensajito decía "Hola!" y tenía una carita feliz. Ojo, no a cualquiera se le envía una carita feliz. 

Ni les cuento cuando retwitteó la foto que subí. Y ayer, justamente ayer, faveó el enlace que posteé sobre "Cómo hacer feliz a una mujer". Y él favea muy pocos twitts. A eso sí lo puedo asegurar.

También me contactó por LinkedIn, y me pidió que lo recomendara. Y, por lo que vi, tiene muy pocos contactos y abrió su cuenta hace bastante, así que puedo concluir -tranquilamente- que me buscó especialmente para profundizar sobre mi perfil profesional.

"¿Tendrá onda conmigo?", les pregunté a mis amigas cuando concluí la narración que acabo de compartir con ustedes. "¡Obvio que sí! Se re nota", me contestaron. "Pero nunca me invitó a salir, ni me llamó por teléfono", retruqué. "Ay, una llamada y un mensajito es lo mismo", insistieron. Pero no. No es lo mismo.

Lo virtual es aparente. Lo real tiene una existencia verdadera y efectiva. Lo virtual me convence porque así lo quiero yo. Lo real me decepciona, porque así lo quiere él.

Te propongo que dejemos lo virtual de lado, y elijamos lo real. ¿Qué decís?

Silencios

"Me gusta cuando callas porque estás como ausente", escribió Pablo Neruda. Esta frase tan repetida, tan escuchada, tan gastada, merece ser reformulada según mi experiencia -y con el debido respeto que el maestro Neruda me merece-.
Comenzaría anteponiendo un No. No me gusta cuando callas. ¿A quién le gusta el silencio? ¿Quién es feliz sin la respuesta a esa pregunta que tanto le costó formular?
Segunda modificación: no estás como ausente. Más bien, estás ausente. De otra forma, sería imposible explicar por qué elegís no acusar recibo y llenar mi cabeza de silencios. Silencios que se transforman en vacíos. Vacíos que se convierten en preguntas. Preguntas que reciben respuestas formuladas por mí. Respuestas formuladas por mí que, a decir verdad, deberían ser tuyas. Y que no lo son, porque callaste. Por eso puedo afirmar que No me gusta cuando callas porque, definitivamente, estás ausente.

Todos iguales


"Son todos iguales", repetimos nosotras sin cansarnos, una y otra vez, después de un nuevo romance frustrado. Es nuestra frase de cabecera; la muletilla infalible; el pretexto con el que justificamos otra relación fallida.
"Son todos iguales" es nuestro escudo; el lema del CFMD (Club Femenino de las Mujeres Despechadas); sería la contraseña de una logia secreta de la que todas desearíamos no formar parte; el estado de Facebook más repetido en el mundo; el twitt con más favs del planeta.
Sin ánimo de que me desafilien del CFMD, hoy me atrevo a afirmar que no es que no hayan hombres diferentes. Es que esos "todos" que "son iguales" son los que yo elijo: siguen un patrón; tienen puntos en común; guardan más similitudes que diferencias. Así que si "Son todos iguales" es por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa.


Nota de la Autora: No se aflijan. Ya voy a aprender a elegir.

Anillo en bandeja



Siempre imaginé que las proposiciones matrimoniales debían ocurrir en situaciones medio hollywoodenses. Bajo las estrellas durante un picnic nocturno en la cima de una montaña; o con la aparición inesperada de un anillo en tu cepillo de dientes cuando te levantás; o con el aterrizaje de un parapentista en el fondo de tu casa con la leyenda "te casarías conmigo?" pintada en la lona que lo sostiene. 
Así como las imaginé, también supuse que mi imaginación era un poco generosa de más con la realidad.  Supuse que los hombres nunca podían ser tan románticos -o cursis- como para pergeñar un plan semejante para decirle a sus novias que quieren pasar el resto de su vida con ella... Hasta que llegó el día de hoy.
Transcurría un tranquilo y ameno almuerzo en un bar céntrico, cuando mi amiga cabeceó en dirección al mozo. "Viste eso?", me preguntó medio en secreto. Yo negué con la cabeza, medio sorprendida. "¿Le habrá gustado el mozo?", me pregunté a mí misma. Y antes de que ampliar mi pensamiento, una cajita roja que se abría sobre la mesa de al lado me respondió todo: el mozo llevaba en su bandeja un anillo de compromiso que -supongo- el novio le había entregado antes de que llegara su futura esposa. La sortija llegó junto con dos copas de champagne. Puse en práctica mi técnica de lectura de labios, y deduje que de la enorme sonrisa que adornaba su rostro, él le decía: "¿Querés casarte conmigo?", y ella, estirando el dedo anular, aceptaba la propuesta asintiendo con la cabeza. Era una de esas escenas de película protagonizada por Matthew McConaughey que nunca hubiera querido presenciar en vivo y en directo.
Hoy empecé a creer en el amor de película. En ese amor hollywoodense que había descartado. En ese amor incondicional que, evidentemente, existe. En ese delirio de amor que te lleva a querer pasar tu vida junto a alguien. 
Hoy empecé a creer en el amor. Espero algún día encontrarlo.

Siempre menos



Recuerdo aquellos días dorados en los que, sin preámbulo alguno, me saludabas e iniciabas conversaciones que podían durar horas, días y hasta semanas. Nunca menos. Siempre más.
Recuerdo aquellos -pocos- encuentros en los que, tras un abrazo, contábamos los minutos para que no nos separásemos y pudiéramos seguir tan entretenidos como en el primer segundo. Nunca menos. Siempre más.
También recuerdo esos mensajes de texto que comenzaban con un simple "hola" y terminaban en un almuerzo, un café o una cerveza.
Nunca fue menos. Siempre era más. Hasta ayer. La conversación no fue tal, y ni siquiera se inició. Del abrazo -por ende- mejor ni hablar. Y hubiera sido mejor que ese mensaje quedara solo en tu bandeja de salida.
De ahora en adelante, nunca será más. Siempre habrá sido menos.

La vida en un papel


Lo llené de firmas. Todas mías, por supuesto. El garabato se repetía una y otra vez, de arriba a abajo, y de izquierda a derecha. Cuando ocupé toda la superficie, la dejé a un lado, y la reemplacé por otra que aún estaba en blanco. En esa, a mi nombre le sumé el suyo. El y yo. Yo y el (aunque el burro vaya detrás). Corazoncitos grandes, medianos, pequeños. Corazoncitos con nuestros nombres adentro. Otros, vacíos. Algunos, rotos. Varios atravesados por flechas enviadas por un cupido invisible.
Después de 10 corazones, se había llenado de tanto amor que ya no cabía ni un trazo más. En ese momento llegó él. Y en menos de un minuto, la tercera servilleta se transformó en testigo de nuestro futuro: él dibujó la distribución de los espacios en el departamento. Yo señalé el lugar donde iría nuestra cama. En el dorso, calculamos cuánto dinero necesitaríamos para pintar cada ambiente, y para comprar los muebles, y las lámparas, y la alfombrita de "Bienvenidos".
Cuando terminamos el café, nos dimos con que ya no teníamos servilletas. No importó. Las habíamos usado para algo mucho más importante que borrar rastros de la merienda: habíamos escrito toda una vida en ellas.

Qué ganas de no verte ¿nunca más?



Permítanme discrepar con la señora Valeria Lynch. ¿No verte nunca más? ¡Todo lo contrario! Qué ganas de verte después de que todo se terminó. Qué ganas de verte en el centro, en el shopping o en un boliche. Qué ganas de que me veas muchas veces más y que notes lo espléndida que estoy sin tenerte a mi lado; lo bien que me sienta la soltería; lo deslumbrante de mi sonrisa, que ya no tiene tu nombre como inspiración.
Qué ganas de verte muchas veces más, para que te des cuenta que mi vida no se terminó el día que dejaste de contestar el teléfono. Para que lamentes, como hoy, el haber renunciado a mi.
Qué ganas de verte mucho más.

Hecha la linda



"Hacete la linda. Eso siempre funciona", me aconsejaron al principio. Más tarde, después de escuchar toda la historia, cambiaron de opinión: "¿Y si le decís que te gusta?", sugirieron. La tercera opción era esperar hasta un próximo encuentro y, si se daba la oportunidad, plantearle que podríamos vernos más seguido.
Todas las alternativas, desde mi punto de vista, conducían al mismo lugar: un rechazo asegurado. "Pero, ¿por qué te va a rechazar, si es evidente que tiene onda?", me preguntaban una y otra vez. Y la verdad es que no sé por qué. ¿Será pánico a asumir algún tipo de compromiso con otra persona que no sea él? ¿Será que prefiere salir con otras chicas? Y si es así, ¿por qué me sigue buscando cada vez que nos vemos? Y si le gusto, ¿por qué desaparece después de cada beso?
Son demasiadas preguntas sobre una sola persona. Que se haga cargo y las responda él.

Hablemos de excusas



Que levante la mano quién odia las excusas. Y que levante la mano, ahora, quien nunca haya justificado algo con una. ¿Lo hicieron en las dos oportunidades?
Ahora bien: si las odiamos, se supone que no deberíamos recurrir a ellas cuando queremos safar de cualquier manera y bajo cualquier circunstancia de un episodio/evento/compromiso incómodo. Pero habitualmente no encontramos otra forma de evadir esta situación. ¿Será por falta de inteligencia? ¿Será hipocresía colectiva y socialmente aceptada?
La verdad, todavía no encuentro una explicación y no tengo tiempo para seguir buscándola porque tengo que tejer una bufanda. Si a ustedes se les ocurre algo mejor, son libres de comentar.

Mejor sola que no acompañada



La soledad es un estado del alma que uno elige. De eso estoy convencida. Porque una cosa es estar sola, y otra muy diferente es no estar acompañada.
Deben estar preguntándose "de qué habla esta mina, si son la misma cosa". Yo pensaba lo mismo. Pero hoy puedo decirles que estaba equivocada.
Levantarte un chico una noche es una cuestión de actitud. Para eso una invierte horas de preparación física (eligiendo vestuario, peinado y maquillaje) y mental (aunque esto sea inconsciente). Lo opuesto ocurre cuando uno no levanta ni sospechas: no gastaste ni un segundo probándote otra ropa, y mucho menos peinándote de una manera diferente. Esto es una elección y, de alguna forma, también manifiesta una actitud.
Yo elijo estar sola antes que no acompañada. Porque lo primero tiene que ver con un proceso interior. Lo segundo, en cambio, demuestra que no podés construir tu vida por vos misma. Y eso es algo para lo que nunca debemos darnos licencia.

Mejor sin Valentín


Cuando era adolescente, el 14 de Febrero me resultaba la fecha más deprimente del año. Si salía a caminar y veía parejas de la mano, en mi mente les vaticinaba un inminente final ("En dos semanas se pelean", pensaba). Y claro: ¿de qué otra manera podía sentirme en un día como este, estando soltera de manera involuntaria?
Ese sentimiento de desolación desapareció el año pasado cuando (¡por fin!) me tocó pasar San Valentín estando de novia. Con una emoción acumulada durante 24 años, comencé los preparativos: hablando con sus amigos, descubrí que el hobby durante su infancia había sido coleccionar estampillas. ¿Qué regalo podía ser más romántico -y ñoño- que un álbum lleno de estampillas con nuestras fotos? ¡Ninguno!
Recolecté nuestras mejores fotos, diseñé las estampillas, las imprimí, las recorté con una tijera zigzag para simular el borde de un sello postal real. También, con mis propias manos, hice un album con un sobrecito individual para cada una.
Mi labor había sido tan ardua, que no veía las horas de que llegara el Día de los Enamorados para ver su reacción. Envolví el regalo en una super bolsa con un gran moño. Cuando, de a poco, él fue desenvolviendo el álbum, y finalmente descubrió de qué se trataba, apenas atinó a sonreir y dijo "Gracias! Pero... ¿qué es?".
En ese momento, volví a odiar esta fecha. Y hoy estoy en condiciones de afirmar que prefiero pasar el 14 de febrero Sin Valentín.

Creo en el destino

Cada vez que el sentido de una palabra me parece que obedece, más bien, a un uso social que a su significado, la busco en el diccionario de la Real Academia Española. Hoy, la protagonista, es la palabra Destino:

1. m. hado (‖ fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos)
2. m. Encadenamiento de los sucesos considerado como necesario y fatal.
3. m. Circunstancia de serle favorable o adversa esta supuesta manera de ocurrir los sucesos a alguien o a algo.
4. m. Consignación, señalamiento o aplicación de una cosa o de un lugar para determinado fin.
5. m. empleo (‖ ocupación).
6. m. Lugar o establecimiento en que alguien ejerce su empleo.
7. m. Meta, punto de llegada.

Ante todo esto, me pregunto:

1. Será la misma fuerza que obra sobre nosotros, y nos lleva a encontrarnos casi a diario?
2. Será el hecho de esforzarme por levantarme a ,as 7.30, desayunar a las 7.50 y llegar a las 8.15 a la parada de ómnibus, esperando verte en el último asiento?
3.  Será la sonrisa que se adueña de mi cara de 'reciénmelevantonomemolesten' cuando te veo?
4. Será el colectivo nuestro destino?
5. Será mi esmero por, cada día, encantarte un poco (más)?
6. Será el lugar que me cedés y desde el cual pretendo llamar tu atención?
7. Será, quizá, el día en que finalmente consiga mi objetivo: estar con vos?

Si son en Febrero, son ¿vacaciones?



Desde que tengo memoria, mis vacaciones siempre eran en Enero. Es lo ideal: llegás con las últimas pilas al fin de un año bueno -o malo-, y con ese poquito de energía armás las valijas en las que se unen tres ingredientes perfectos: traje de baño + ojotas + bronceador. Y claro: ¡qué mejor manera de comenzar el año que tomando sol en la playa!
Siempre, siempre fue así... hasta este año.

En 2012, Enero comenzó y terminó en mi oficina, con tanto trabajo como si hubiera sido Julio. Elegí Febrero para salir de vacaciones (digo salir por no decir huir o escapar) porque, como la regla lo indica: a trabajo nuevo no se le miran los descansos. Sumé feriados, fines de semana y vacaciones como si fueran moneditas de 10 centavos con las que voy a pagar el boleto de colectivo a Yerba Buena. Así sumé ¡12 días!

Conclusión: entre el trabajo, las matemáticas y la ansiedad, estoy a días de iniciar mis vacaciones y solo puedo concluir que lo mejor de salir en Febrero, son las liquidaciones de la ropa de verano.

Y si te digo que:



Y si te digo que me gustás hace mucho?
Y si te digo que esperaba ese día con ansia?
Y si te digo que lo disfruté como ningún otro encuentro?
Y si te digo que esperaba una llamada?
Y si te digo que no recibí ni un mensaje?
Y si te digo que me decepcionaste? 
Y si te digo que dejé de esperarte?

No. Mejor, no te digo nada.

¿Estaré vieja?

¿Te acordás cuando te despertabas a las 7 de la mañana para ir a la Facultad; te pasabas todo el día de clase en clase; no dormías la siesta, y aún así salías a bailar hasta la madrugada, y volvías a tu casa caminando bajo los rayos del sol?
Hoy, cuatro años más tarde, vivir una jornada así sería una utopía sencillamente irrealizable.
Te levantás a las 7. Sí, eso no cambió. Pero tu cara ahora tiene ojeras, y cuando suena el despertador, tu cuerpo no hace más que buscar cientos de poses nuevas para permanecer cinco minutos más entre las sábanas.
De ir a clases, ni hablar. Ya superaste esa etapa, y ahora tus ataques de responsabilidad se muestran en el trabajo. Salís a las 18, con menos pilas que cuando abandonaste tu cama. Perdés cinco minutos de siesta caminando hasta la parada de colectivos; con suerte, 15 minutos más hasta que llega el colectivo indicado, y 40 minutos parada en el ómnibus hasta que llegás a la parada más cercana a tu casa.
Abrís la puerta y mirás el reloj. Aunque apenas pasaron unos minutos de las 19, vos pensás "Qué voy a salir, si ya son casi las 20".
Te ponés el pijama, buscás un chocolate o un helado (según sea invierno o verano), te acostás a ver tele y te despedís del mundo hasta el sábado.
Antes de cerrar los ojos, pensás: "¿Acaso estaré vieja?". Apagás la tele, te tapás y, sin prólogo alguno, te desmayás.

Uñas de ocasión

"Mirala. Se las pintó de rojo. Esta quiere guerra", opinó el que, para parecer más masculino, nunca se prende los primeros tres botones de la camisa. Lo que él no sabe cuando emite un juicio tan contundente como su muestra de masculinidad, es que las mujeres no nos pintamos las uñas pensando en ellos. Nos las pintamos pensando en nosotras.

Así es, chicos. Es una de las pocas cosas en las que rompemos la barrera del machocentrismo para vernos más lindas solo para nosotras.

Existimos también las que se esmaltan las uñas para no mordérselas (¡da pena hacerlo cuando lucen tan lindas!), y las que tenemos que hacerlo solo para que no se nos quiebren cuando golpean contra las teclas.

Y -solo a título informativo- a esta altura del siglo XXI, la que se pinta las uñas de rojo no lo hace porque quiere guerra. Lo hace porque se le acabó el esmalte fucsia.