La vida en un papel


Lo llené de firmas. Todas mías, por supuesto. El garabato se repetía una y otra vez, de arriba a abajo, y de izquierda a derecha. Cuando ocupé toda la superficie, la dejé a un lado, y la reemplacé por otra que aún estaba en blanco. En esa, a mi nombre le sumé el suyo. El y yo. Yo y el (aunque el burro vaya detrás). Corazoncitos grandes, medianos, pequeños. Corazoncitos con nuestros nombres adentro. Otros, vacíos. Algunos, rotos. Varios atravesados por flechas enviadas por un cupido invisible.
Después de 10 corazones, se había llenado de tanto amor que ya no cabía ni un trazo más. En ese momento llegó él. Y en menos de un minuto, la tercera servilleta se transformó en testigo de nuestro futuro: él dibujó la distribución de los espacios en el departamento. Yo señalé el lugar donde iría nuestra cama. En el dorso, calculamos cuánto dinero necesitaríamos para pintar cada ambiente, y para comprar los muebles, y las lámparas, y la alfombrita de "Bienvenidos".
Cuando terminamos el café, nos dimos con que ya no teníamos servilletas. No importó. Las habíamos usado para algo mucho más importante que borrar rastros de la merienda: habíamos escrito toda una vida en ellas.

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